Tal trivialización del aborto por la RU-486 se da, para empezar, al nivel biológico. La RU, en su condición de antihormona, tergiversa el lenguaje molecular que es necesario para mantener el embarazo, va separando poco a poco, pero de modo muy preciso, al embrión de la madre, y lo mata, lenta e inexorablemente, a lo largo de uno o dos días. Muerto el embrión, sus restos son eliminados gracias al efecto de una prostaglandina. El acto mismo del aborto no es muy diferente de un menstruo algo más abundante y fastidioso de lo normal.
Desde el punto de vista humano, estamos ante una variante, más prosaica y vulgar, de aborto, carente del dramatismo y la tensión del aborto quirúrgico, que aspira a convertir ese drama humano en algo irrelevante, en algo parecido a tratar con un vermífugo, un parásito intestinal: todo consiste en ingerir un preparado y esperar sus efectos.
La RU está diseñada justamente para eso: para desdramatizar el aborto, para blanquearlo, para que todos nos olvidemos de él, para que nadie sienta remordimientos por la vida engendrada y selectivamente destruida.